“La verdad es más extraña que la ficción”, pensé mientras miraba Google Maps con la espera de entender qué colectivo tomarme. Nunca había estado en esa ciudad, menos en ese país. Lo que sí sabía -y mi billetera también- es que era un destino más que nada de lujo, por eso el taxi no era una opción.
Cuando el colectivo llegó, me subí y pensé que llegar de noche era la mejor manera de llevarse la peor primera impresión. La calle desierta, negocios cerrados, luces apagadas. Me pregunté para cuántas ciudades aplicaría esta ley.
El colectivo me dejó a media cuadra de una reja gigante que parecía haberse abierto una sola vez y nunca vuelto a cerrarse. Cruzarla fue entrar a un país completamente distinto. El aire se olía fresco, las palmeras se sacudían para adelante y para atrás. El camino estaba perfectamente iluminado con luces navideñas. Se escuchaba música y voces a lo lejos, no lo suficiente para ser molesto, pero sí para darle vida. Un complejo de hoteles, me había dicho, todos all-inclusive.
En el mostrador me recibió una chica muy bronceada, con rastas, tenía una camisa celeste. “Hola, hello”, me dijo sin poder descifrar mi procedencia. Si pudiera volver a verla me disculparía, porque escribiendo me doy cuenta que ni siquiera la saludé antes de decir: “Tengo una habitación, late check-in, creo que dejaron avisado”. Me preguntó mi nombre, manteniendo su sonrisa completamente blanca. El ruido del teclado resonaba en todo el lobby cuando pasó una pareja de huéspedes completamente borrachos, dándose besos y hablando en lo que parecía croata, húngaro o esloveno. “No encuentro nada”, dijo finalmente. “Es que la reserva es para mí, pero no está a mi nombre, deben haber dejado avisado”. Ella inclinó la cabeza y encontró un post-it pegado en el escritorio. “Ah, sí, acá dejaron avisado”. Tecleó un poco más, me dió la llave de un cuarto con el número 27 y me dijo: “¿Ese es todo su equipaje?”.
En el cuarto de hotel tiré mi pequeña mochila y salté a la cama sin siquiera sacarme las zapatillas. Cerré los ojos y empecé a quedarme dormido. Cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo me sobresalté, busqué mi celular y escribí: “Llegué. Todo bien, gracias.” Hice fuerza para quedarme despierto hasta que llegó la respuesta: “Ok, mañana te toco la puerta”.
Diez años pasaron hasta que me animé a volver a decir: “quiero verte”. Como la mayoría de las decisiones de mi vida adulta, la tomé sin saber que finalmente me arrepentiría. Aunque no debería arrepentirme de expresar lo que quiero, sobretodo después de diez años de no hacerlo.
En eso pensaba mientras daba vueltas en la cama, el jet-lag me despertó a las cinco de la mañana. Pasara lo que pasara, podía irme sabiendo que de alguna manera rebuscada, había tomado control de mi vida otra vez. Son las mentiras que nos contamos para convencernos de que todo marcha bien.
A las 6:32 escuché los golpes. Me tomé mi tiempo para ponerme pantalones, no quería que pareciera que estaba esperando ansioso. Abrí la puerta y de la oscuridad del pasillo una figura entró a mi cuarto. Cuando volví a cerrar la puerta, la figura, sin presentarse, me dijo: “dije que iba a ir al gimnasio”.
En tanto tiempo una persona puede cambiar tanto e increíblemente seguir siendo la misma. A través de Instagram la gente envejece de manera más dócil que en la realidad. Sí, el cuerpo estaba más viejo, la cara tenía más detalles, el pelo tenía otro color, pero los ojos eran los mismos, la sonrisa era la misma.
Los típicos yo también: Te extrañé, yo también. Estás cambiado, vos también. Pero estás igual, vos también. Te extrañé, yo también. Podría haber repetido ese círculo infinitamente y hoy seguiríamos en ese cuarto, juntos. Pero había algo que necesitaba más que estar juntos.
Miré sus pies, miré los míos, y sin levantar la vista dije: “¿Por qué me dejaste solo?”. Después de esa pregunta sentí como los diez mil kilómetros nos volvían a separar en ese mismo cuarto, pero a diferencia de la última vez, no iba a dejar que se fuera sin darme una respuesta, sin despedirse, dejándome abandonado otra vez.
“Me equivoqué. Estuve mal, jamás volvería a hacer una cosa así, detesto la idea de que estés mal por mí culpa. Estuvo mal, pienso mucho en eso, me arrepiento muchísimo”. Dijo tan rápido como un relámpago. Sentí su mano pequeña subir por mi pecho hasta meter los dedos en el cuello de mi remera y tirar para abajo.
Mi cabeza bajó unos centímetros, así acercó la suya y me dio un beso en la mejilla. Escuchaba en mi oreja como el aire entraba y salía de su boca, lento, pero agitado. Sentí mis lágrimas cayendo por mi cara, y las suyas golpeando como martillos sobre mi remera. ¿Quién dio el primer beso? ¿Importa? En ese cuarto de hotel no existían pretensiones de superioridad moral. Pero sí, como un trueno, los labios se juntaron y liquidaron los últimos diez años.
El karma se burló de nosotros e hizo sonar su celular. Su salto me asustó. “¡Hola!”, atendió con culpa, mientras usaba su mano libre para limpiarse la cara, las lágrimas, la vergüenza. “Sí, mi amor, dame un segundo”. Entró a mi baño y antes de cerrar la puerta escuché: “estoy acá en el hotel, te dije que había ido a entrenar, bebi estás muy dormido todavía”.
En la soledad, me convencí de que ese cuarto de hotel tenía que existir por fuera de todo universo conocido, lo que sucedía adentro no tenía conexión con lo que había afuera. A pesar de que lo que estaba afuera ahora estuviera llamando por teléfono.
(Lean Mateo 26, 41)
“¿En qué estábamos?”, dijo con una sonrisa cuando salió del baño. Entre los besos, mis ojos se movían de un lado a otro. Ya está, me convertí en esto, lo que siempre me dio asco. “No hay otra forma”, me dije, “esta es la única forma de sacarlo de mi vida y seguir adelante”. De nuevo, son esas, las mentiras que nos contamos para convencernos de que todo marcha bien.
Estaba justo arriba de ella, en la cama cuando me mordió el labio. Intenté devolverle la mordida, pero me puso la mano en el pecho y me dijo seria: “no puedo volver marcada”. Inmediatamente después de eso metió la mano en mi pantalón y buscó mi pija. “¿Tenés un forro?”, dijo con el mismo tono que la última vez que habíamos estado en esa situación, pero si lo hubiese guardado desde esa fecha, ya estarían vencidos. “¿En serio?”, me dijo sorprendida, “¿no pensaste que esto podría pasar?”. Yo había ido a hablar nomás, se lo dije. “Sí bueno, no pasa nada”, respondió.
Como si estuviera sosteniendo un consolador, se metió mi pija. Sentí como la electricidad llegaba hasta la punta de mis dedos y volvía hacia ella, que cerró los ojos y abrió la boca. Una imagen que durante diez años solo había revivido en pajas melancólicas. Saqué todo el provecho que pude a esta imagen surreal que revivía con cada movimiento de mi cadera, iba a ser la última vez que podría verla por el resto de mi vida.
“Esperá, esperá”, me dijo y acercó su cara para darme otro beso en la mejilla. Delicadamente me guió para que me acostara al lado suyo. Ágilmente se subió arriba mío y me montó. Esa, me acordé, era posición que más le gustaba. Empezó a sacudirse, agarró mis manos y las puso sobre sus tetas, estaban grandes.
Se empezó a sacudir con más y más fuerza, a gritar cada vez más y más fuerte. Sentí como sus piernas se tensaban, sus manos se clavaban en mi pecho y decía: “Mierda, mierda, mierda”. Después de un gritito agudo siguió un suspiro. Conté tres segundos y abrió los ojos como platos y gritó de nuevo y más fuerte, pero sin placer: “¡Mierda! ¿Qué hora es?”. Con mi pija dura todavía adentro suyo, se inclinó a la mesa de luz y miró el celular: 8:23.
Cuando salió, el silencio volvió a tomar mi habitación. Miré la cama, miré mi ropa en el piso, vi mi erección, vi la puerta cerrada. Lo único que pude decir fue: “¿Qué?”. Abrí la canilla de la ducha para buscar una limpieza que no me iba a dar. Me empecé a reír, muy fuerte. Después paré, me quedé reflexionando bajo el agua y volví a reírme, más fuerte.
Me puse una camisa floreada, un pantalón corto. Tuve que acomodar mi pija para abajo para poder subir el cierre. Salí del cuarto de hotel y me puse anteojos. En el pasillo un hombre con camisa celeste barría. “Disculpá…”, dije, antes de que la risa me interrumpiera. Él se me quedó mirando educadamente sin decir nada. “¿Por dónde salgo a la playa”, pregunté limpiándome lágrimas de los ojos. “¿Acaba de llegar, señor?”, me preguntó en un perfecto tono mexicano, “mire, en el piso las flechas azules lo llevan siempre a la playa”. Efectivamente, las indicaciones estaban por todo el hotel. “Recuerde que para hacer kayak, windsurf o snorkeling debe reservar con anticipación.”, me dijo. Le agradecí y seguí mi camino. No me iba a quedar tanto tiempo.
Llegué a la playa, vi el mar celeste, las palmeras altas y las sombrillas del hotel. Levanté mi celular para sacar una foto y el recuerdo de una voz resonó en mi cabeza: “Te pido por favor que no saques ni subas fotos, nadie se puede enterar que estuviste en el mismo hotel durante mi luna de miel”.
Me senté en la arena blanca a disfrutar de unas vacaciones que nunca tuve.